domingo, 24 de enero de 2010

Cuento: El Tren de los Hambrientos


Otro cuento de mí autoría, hace años atrás


El tren de los hambrientos
Por El Barón Rampante




Donde los caminos se trifurcan…

Las cosas son en esencia, iguales a quienes pertenecen. Los usuarios arriban a la estación como dicta su rutina. Entre la masa común y corriente -como la estación misma- dos jóvenes destacan a la vista por su percha. No denotan un estatus más elevado que los separe significativamente del lugar, no es su ropa, no es su “estilo”, ni la moda, ni mucho menos el habla, es simplemente su actitud.

Ambos, cogidos por la mano, se ven sonrientes. Mirando a todos pero concentrados en su plática caminan erguidos, orgullosos con paso firme por los pasillos del subterráneo como solo lo hiciera un chauvinista por Les Champs Eliseé en un día de invierno. No lo saben, pero con esa actitud desafían el código de mediocridad consensuado por la masa de usuarios. Ese código que se reafirma cuando caminando por estos mismos  pasillos, hombres y mujeres se ven por una fracción de segundo. La mirada a penas roza la del otro pero ello basta para confirmar que viajan, unos y otros, con la misma indiferencia y en la misma calidad, ya sea de miseria, de pobreza o simplemente de bajeza humana.

Carmen y Manuel, desconocen este pacto social porque simplemente no les importa, les es indiferente, no es parte de su vida cotidiana, de su mundo de vida, de su realidad. Hoy el padre de Manuel ha tomado el Passat, lo que lo obligó a viajar con Carmen en el subterráneo. Ellos no pertenecen a esta clase baja, pero tampoco son ricos, más bien pertenecen a una clase media, bien acomodada que siempre pueden ir de vacaciones a Valle o Tepozotlán cada fin de semestre. Carmen presumirá el viajar en el subterráneo como una “interesante experiencia sociológica” con sus amigos de la Facultad de Políticas en alguna platica llena de buenas intenciones por cambiar al mundo, o en alguna clase donde excelentes argumentos serán lengua muerta.  

Carmen estudia Sociología sólo por llevarle la contra a su madre, quien deseaba verla convertida en una excelente abogada, pero a Carmen no le interesa defender nada que no sea sus caprichos con uñas y dientes. “El mundo debe ser cambiado por los jóvenes, debe ser revolucionado por ellos, defender lo que nosotros no pudimos” explica la madre, fracasada activista política que dejó la causa revolucionaria el día que conoció a su esposo, un hombre 20 años mayor que ella, que le hizo olvidar al Ché y dejó el “Hasta la Victoria Siempre” por el “Siempre Palacio, nena.

Carmen claro que concuerda con esta idea: ella pretende hacer la revolución con el dinero de papá.

Mientras bajan las enormes escaleras hacia los andadores del subterráneo, Manuel le recuerda a Carmen el día que se conocieron. El 03 de enero, Manuel tomaba un café express en el Starbuck´s de Reforma, justo frente a la embajada de Estados Unidos. Esperaba allí a “El Lagarto”, a Daniel y a Joss. Esta última fue bautizada como Josefina por el párroco de la Iglesia de la Providencia, pero Josefina no era un nombre nice para un chica que se codearía con la cremé de la cremé de la Facultad de Economía. Esa tarde Manuel llevaba los stickers, los cuales serían sólo distribuidos entre la gente del contingente. “Debemos pegarlos en cada parabrisas, defensa, árbol o poste que encontremos a nuestro paso” (Daniel) “No, eso es para nacos, la protesta no implica dañar cosas que no son nuestras, además ¿Tú crees que sale barato el papel, Dany?” (Manuel). Ante lo anterior los otros hicieron mutis.

“Ese día parecías acarreado. Me cagué de risa con eso que gritabas en el altavoz Codo con codo, hombro con hombro, el pueblo somos todos.” Recordó Carmen. -Ella había planeado la organización del contingente de Sociología, había negociado con líderes de las demás carreras el lugar que ocuparían los sociólogos en la marcha y además había logrado incluirse en la lista de oradores que hablarían al micrófono-. “Llevabas esa blusa color marrón que te resaltaban las nenas, te veía bien chiquitababe.” (Manuel) “Ahhh, si. Ya la tiré, era de un satín muy barato.” (Carmen)
A ambos les gusta destacar cueste lo que cueste. No importó que Norma haya escrito el discurso que Carmen dio o que Daniel haya estado en la lista de oradores y no Manuel. Y es que el que no se ve, no existe.

En el andén dirección Universidad, un joven. No más de 23 no menos de 19, delgado, bien parecido, destaca de entre la masa, no por su ropa, su buen ver o su percha demasiado seria para un joven de su edad. Destaca por su marcada y franca indiferencia.  Contrario a Manuel y Carmen, Jeromé no se sabe destacado, es más, quisiera que no ser visto -no porque el mundo le resulte un peso o lo embargue una profunda desconfianza en sí mismo como suele pensarse- él solo desprecia todo lo que brilla, todo lo que luce, todo lo que se ve.

Marcuse engalana las manos de Jeromé y nutre su mente mientras espera el tren. Está recargado sobre la pared con una mano en el bolsillo izquierdo mientras que con la derecha sostiene a Marcuse como si fuese una mascota parlante. Por un momento, a los ojos de la pareja Jeromé no existe, como no existen los demás porque no destacan. Pero sólo por un momento. Manuel juguetea con Carmen cariñosamente hasta que logra abrazarla y darle un par de vueltas lo que hace que los ojos de Carmen se fijen en Jeromé por encima de los hombros de Manuel. Pero la mascota de papel engomado y encuadernado en 1972, hace que Jeromé no sienta el peso de una mirada. Jeromé siente que nadie lo ve, porque él no quiere ver a nadie, y alguien que no quiere ser encontrado, efectivamente no lo será.

Pero la pareja brilla tanto que deslumbra y pronto la cabeza de Jeromé girará por un breve momento hacia ellos. Carmen se ha quedado callada, Manuel la sostiene por los codos. “¿Qué?” (Manuel) “No me ha visto…”(Carmen) señalando con la cabeza a Jeromé. Ambos ahora miran al chico, de pronto una sutil ráfaga de interés y de adrenalina corre por el cuerpo de Carmen. Manuel ha dejado de ver a Jeromé y ve ahora a Carmen quien aun no ha dejado de verle. Jeromé gira su cabeza por una fracción de segundo. Una desgracia.

En ese instante la mirada de los tres se cruza, pero no se comparte el mismo código de los usuarios de la estación, lo cual los delata y dos o tres personas que cruzan entre ellos, atienden esta discordancia en el ambiente.

Jeromé retorna a su lectura, pero la mascota parlante se convertido en un mar de letras infinitas y sin sentido. Marcuse se ha disuelto anta la realidad. Carmen voltea a ver a Manuel. “Es extraño ese wey, ¿no?” (Carmen) “Algo. Medio mamón. Es como si le valiera madres el mundo, es como esos weyes que creen que son bien chingones y en clase siempre te preguntan: ¿Si me explico?” (Manuel). “Tú dices lo mismo Manuel, además, no se ve mamón, creo que si la vale madres el mundo, pero a su manera. ¿A quién no le vale? ¿A poco a ti no te vale?” (Carmen)

Jeromé no ha podido continuar con su lectura, cierra el libro y mira fijamente hacia enfrente tratando de recordar que estaba leyendo. Manuel se ha percatado de ello y Carmen también. Esta vez, ambos en silencio se que quedan mirándole. ¿Será que quiso ser descubierto por ellos? ¿Será que deseó que ellos lo vieran? Para Jeromé, la mirada es como carta de presentación…al menos la suya sólo sería para aquellos, quienes a su juicio, la merecen. No una vieja gorda con bolsas y niños apartando los asientos antes de que el subterráneo apenas abra sus puertas o a los estúpidos viejos o minusválidos que aprovechan su calidad para obtener ciertos beneficios, menos aún para la estúpida pareja de enamoradizos que alguna vez viene frente a ti, dándose arrumacos innecesarios. Pero tampoco sería para el par de soberbios pequeños burgueses que ahora le están mirando.

Jeromé contesta la mirada y un río de nervios le recorre desde la cien hasta los tobillos. “Te gusta.” (Manuel) “No, digas estupideces, no empieces a chingar.” (Carmen). Carmen se voltea cabizbaja, un remolino de pensamiento le azotan ahora. No le importó que Manuel supiera que el joven le había gustado, sino que la ha descubierto. Hasta ese entonces Manuel era perfecto porque nunca se había avocado en descubrir que es lo que Carmen quiere o guarda, al menos eso es lo que ella percibía.

A Carmen no le importa ser entendida sino respetada. Se propone que nadie, nunca sepa que es lo que quiere, que es lo que ansía, de esa forma era libre de no dar explicaciones a nadie, no crea con ello ataduras de afecto, inclusive con su madre, su padre o sus amigas. El hambre de Carmen es no sentirse atada a lo demás, ser impredecible, lo que para ella significa libre. 

En sus adentros, Manuel dibujó una sonrisa. Encontrar lo que un ser impredecible puede desear es tan difícil como encontrar lo que un insensible puede llegar a decir en momentos cruciales. Manuel es de esta fauna. Se alegra no por Carmen, sino por él. Que Carmen se sienta atraída por alguien mas es lo menos, él la había descubierto. Aquello que había tratado lograr y de hacerle ver, lo había logrado en las entrañas de la ciudad. Allí, entre los menos, a lo que Manuel alcanzo a decir en voz alta para sí: “La magia de los menos.”

Jeromé escucho esto y no pudo no sentirse aludido. ¿Era un descalificativo? ¿Una evaluación pequeño burguesa sobre su condición? En lo absoluto, Manuel no lo califica personalmente, califica el entorno, su ambiente. Sin embargo, esto solo lo sabe él y sin saberlo ha empujado a Carmen en una perfecta sincronización ideática con Jeromé.

            Carmen ve por un instante con desagrado a Manuel, lo que a este le extraña pues considera que se ha dado a entender perfectamente. Jeromé decide hacer caso omiso al comentario y recurre a su ejercicio anterior. Pronto la mirada de ambos, de nuevo sobre él. Voltea y nota algo distinto: ambos le sonríen con timidez. Las razones son distintas, mientas Manuel intenta disculparse, pues ha comprendido lo que pudo causar con su pensamiento en voz alta, Carmen planea ligarse al chico en la narices de Manuel. No por venganza, pues considera que Manuel firmó su carta de despedida en el momento que se atrevió a descubrirla, a dejarla expuesta. Jeromé confirma que, paradójicamente estos dos hijos de papi, son los indicados para dejarse encontrar.

            El viento que usualmente sirve de avanzada anunciado el próximo arribo del tren, golpea la cara de Manuel revolviéndole el pelo. En ese instante, como si un halo de luz le llegase de las entrañas de la tierra le hace Carmen comprenda que no pude despachar a Manuel tan livianamente. Tiene que dolerle, como a ella le dolió. “Quiero coger con él” (Carmen) “¿Qué? ¡Estas pendeja! ¿Cómo se te ocurre? Eres mal pedo.” (Manuel) “Lo estoy diciendo en serio, ese wey me pasa con o sin ti y sólo te lo estoy anunciando.” (Carmen) “Carmen, yo debería ser quien se enoje aquí. No me ha importado que ese tipo te guste, pero hay una distancia muy grande en que te guste y otra…” (Manuel) “¿En que quiera acostarme con él? No, para mí ya no es diferencia, ya terminamos.”

Cruzó por la mente de Manuel una sola y fuerte idea en forma de pregunta. ¿Qué es lo que quería de Carmen y porqué ella? Y entendió. Manuel tiene hambruna por Carmen, tiene hambre por una complicidad. Sí, para Manuel, Carmen era todo lo que hasta en ese entonces había podido entender y vivir como amor. Para Manuel, amor es compartir. Manuel quería ser cómplice de lo que Carme odia, de lo que anhela, de lo que es. Manuel quiere que Carmen lo ame como ama todo lo que desea. Manuel entiende amor como querer todo lo que Carmen quiere.

Compártelo. (Manuel) ¡No, mames! ¿Qué? (Carmen). Llega el tren, pero aún no llega hasta donde ellos. Manuel en un movimiento rápido se acerca a Jeromé. ¡Hola! Mi novia y yo hemos notado que te gusta Marcuse y nos preguntábamos que si tienes algo de tiempo y si no te importa, podríamos platicar un poco sobre ello. Ambos vamos a la Universidad y la neta pocos leen a Marcuse. ¿Qué dices? (Manuel) ehhh, quizá, bueno la verdad esto es raro… pero si quieren. (Jeromé, no dejando la indeferencia ante todo, que lo caracteriza, accede más como haciendo un favor).

Las puertas del vagón DM-3347 se abren ante los tres. Dentro, Carmen llena de nervios y con una mirada fugaz de odio, pregunta al aire ¿Y a dónde iremos? Al Lobo Estepario. (Manuel) Jeromé, quien se ha dado cuenta de la tensión entre los tres, propone, por primera vez en su vida, introducirse por si mismo ante dos extraños. Soy Jeromé,  el Lobo Estepario me parece aburrido… al Río Plata iremos ¿Les parece? Bueno, ya lo has decidido… (Carmen) ¿Y ustedes tienen algún nombre o le llamo como me plazca? (Jeromé) Jajajajaja, lo siento. Yo soy Manuel y ella es mi novia Carmen. (Manuel)


Jeromé más que hambriento por amar, tiene sed y bebe hasta que siente que alcohol le quema las ganas. Es un paria del universo del afecto humano, pues en su afán de amar sin complejidades y con entrega, aleja. Amar por amar es atrofiar elsentido del amor, aunque el sentimiento prevalezca.

En el Río Plata, Marcuse se olvida a los pocos minutos, y poco a poco los temas propios de universitarios llenan la mesa, destapan las cervezas, prenden los interminables cigarrillos. La guerra como manifestación de incivilidad humana, la democracia como paradigma posmoderno, la política vista en su falta de inclusión y diálogo, el papel del universitario en el mundo como yelmo comprado gratuitamente, las películas como relatos del mundo, los libros como memoria, el alcohol como bendición, el sexo como pasión, el amor como proceso de apendejamiento lento pero gozoso, pero sobre todo, se discuten de la libertad y del hambre, la primera como catalizador desconocido y la segunda, que lo motiva todo.

El reloj avanza como su naturaleza dicta, y los tres sin tocarse, sin hablar, sin preguntarse, han entendido a la perfección la dinámica de la noche. Manuel pide la cuenta. Carmen va al baño y Jeromé no dice nada, sus ojos se centran la botella de su cerveza. Manuel lo observa y piensa por primera vez, después de cinco horas, que en breve alguno de los dos estará encima del otro, a petición de Carmen o exigencia de sus propios deseos. Carmen les observa desde la ventanilla del baño. Manuel se pregunta, por salud mental, si está dispuesto realmente a tocar al tipo que frente a él se asume socialdemócrata. Sus ojos entonces buscan a Carmen y se dirigen hacia la puerta del baño. Ella está ahí, observándoles cual vouyerista en su primera experiencia: morbosa, excitada, pero temerosa, no de ellos, de sí misma. ¿A dónde la piensa orillar Manuel, a dónde Jeromé?  ¿Es una puta? ¿Ella empezó esto, quien empezó, importa ahora que todos han sellado el pacto con el unísono “ya vámonos”?

Manuel la ve y cree ver una mirada de petición detrás del vidrio, cree que Carmen le reta, pero ha comprendido el porqué de esta empresa. Para Manuel, con esa mirada, Carmen le esta confiando sus deseos, lo ha hecho su cómplice. Y sí, cualquier cosa, hasta cojerse a un pendejo socialdemócrata deprimido con tal de lo que logre con Carmen sea eterna. Detrás del vidrio, a Carmen la embarga una inmensa incertidumbre y en intenso miedo que la hace mear tres veces y no sabe cómo parar. Jeromé, frente al vidrio oscuro de su cerveza, también se pregunta. ¿Por qué él? ¿Qué seguirá? ¿Puede haber amor en algo así? Se pregunta por las consecuencias sin haber hecho nada aún. Tocarlo a él, tocarla a ella ¿En que lo convierte? ¿Un  homosexual bastante puto, un bisexual no asumido, o un heterosexual muy pendejo? A Jeromé cuando el manjar se le pone enfrente, no come, pero tampoco deja comer, y se queda solo. Eso es él.

El edifico dicta 532 en la entrada, el departamento, el seis. En la esquina un súper 24 horas. Esperen un momento. (Carmen)  Condones, lubricante y píldoras del día después. No quiere a cometer una estupidez más. Suben, Manuel abre su departamento. ¿Qué quieren escuchar? (Manuel) Y in decir más Cést Si Bon se escucha en estero en la magnífica voz de Eartha Kitt.

Jeromé sin preguntar si puede abre un vino tinto Marqués de Cáceres. Sirve tres copas, la suya hasta el tope. “Calma, mi hermano, no son carreras”. (Manuel) Platican un poco sobre esto y aquello, pasa una hora y después, lo inevitable. La cama de Manuel ha quedado manchada de los tres, con el olor de los tres. Después de tres horas, los tres, ocupando todo el King Size, inmersos en su mundo, escuchan Assedic en la voz de Les Escross, Manuel recostado en su costado derecho mirando su ventana, sonríe. Cree ha triunfado.

Carmen, en medio, se siente ultrajadora de tumbas, de la suya y de la de ellos. Jeromé, recostado en su lado izquierdo, mirando fijamente la puerta del dormitorio, ansia escapar, sabe que no habrá nada más pues así se lo ha propuesto y en silencio se pone a llorar. Orfeo hace lo suyo y sumerge a los tres en un profundo sueño. Al amanecer, Jeromé no está. Ni una nota, ni un adiós, se desvanece en la nada como los mejores amantes. 

            Esto por supuesto a Manuel no le importa y al contrario lo agradece. No esperaba ver la cara a aquel a quien en la noche anterior le compartió alcohol, cama, cuerpo y novia. Carmen, se baña, Manuel le prepara pan francés. “¿Cómo estás nena?” (Manuel) “Sucia y pendeja” (Carmen) y sale del departamento.

I´ve got a crush on you …

Después de tres meses de no verle, Carmen busca a Manuel. Él se ha mudado del 532 y del piso seis. Un mes para cada quien y tres serían las veces que volvería a la estación, buscando encontrar quizá a alguno de los dos. Manuel ha dejado la ciudad. Cuando Carmen salió del departamento, Manuel entendió el enorme egoísmo que anidaba en ella. La primera vez que la volvió a ver fue en una fiesta de la Facultad de Química y hablaron por largo tiempo. Carmen le explicó que entendía el porqué de aquella noche, el porqué de Jeromé, pero a Manuel eso ya no le importaba.

“Neta wey, que la felicidad no es estar con alguien más. Me enseñaste a amar, Carmen, pero no puedo hacer feliz a quien no quiere serlo más que consigo misma. Ambos jodimos a Jeromé, nos jodimos todos.” (Manuel) Y se fue. Un 15 de septiembre, Carmen organizó una reunión de amistades en su casa, por supuesto estuvo Manuel con Camila, su nueva novia. Segunda vez y le rompió las esperanzas. Graduación de Manuel, todo un ecónomo, fiesta en casa de los padres de Manuel. “¿Sabes algo de Jeromé?” (Carmen) “O sea no, eso fue equis.” Y Carmen jamás lo volvió a ver.

             Años después Carmen entendió que Manuel era la persona perfecta para abrirse, para ser descubierta, donde ser predecible no implicaba intromisión o invasión. Sino complicidad. Años después Carmen se casaría con alguien a quien su mundo le era indiferente.

            Carmen vería por segunda y última vez a Jeromé. Acompañaba a su madre por el centro de la ciudad. “Quiero un cafecito de Los Azulejos.”(La madre) Dentro del lugar estaba Jeromé como siempre con un libro en mano, siempre bien parecido, siempre indiferente.

Como si le hubiesen gritado, volteó hacia la entrada. Sus miradas se cruzaron por largo tiempo, hasta que a ambas mujeres les asignaron mesa. Jeromé. Suspendido en el tiempo, recreó una  vez más, como lo hacía desde aquella noche, los olores, los movimientos, las caricias, las ganas. “Debo saludar a un amigo, mamá.” (Carmen)

            Carmen hizo una pausa antes de acercarse a la mesa de Jeromé, subió al baño para darse fuerzas y enfrentar el pasado. Con los dedos le hizo una señal de espera y le envió una sonrisa. Él contesto con la misma sonrisa, la cual sostuvo hasta que sus miradas dejaron de verse.

            Al regresar, Jeromé no estaba, en su lugar, una nota en la servilleta:

Hola Carmen. Veo que estas bien. Aquella mañana me fui esperando que contestaran mi nota. Tres veces volví a la estación y tres veces huí de ahí. Jamás regrese, ni pienso hacerlo. En ese tren, subió alguien que exigía del amor más de lo que el amor puede dar.

Esa noche me enamoré por primera y quizá, única vez. Verte ahora, comprenderás, no es algo fácil de asimilar. Es remembrar lo perdido y peor aún, lo que nunca se tuvo. Espero haber saciado su hambre, la mía de amor, la tuya de hermetismo, la de Manuel de complicidad. En ese tren se subieron tres hambrientos y en la gran comilona terminaron enfermos.

Ojalá ustedes, que yo no encuentro remedio para ello.
            Les llevó en mi memoria siempre.

          Jeromé.

Aquella mañana Manuel encontró la nota sobre el sofá, la leyó y destruyó antes de que Carmen pudiese leerla. Para Manuel, la nota lo llevaría por un camino que no podía seguir y no estaba dispuesto a que Carmen o él la siguieran. Mientras que Manuel lo dio todo al olvido, Jeromé lo conservó todo en el recuerdo y Carmen dejó todo en la nada.

I´ve got a crush on you en la estupenda voz de Steve Tyrell se escucha en el restaurante, mientras Carmen sale corriendo por los pasillos de la Casa de lo Azulejos hacia avenida Madero. Busca Jeromé con la mirada y lo ve a lo lejos, dejándolo perderse entre la muchedumbre.

Fue un acto piadoso.

El Barón Rampante
(Óscar G. Martínez)


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