Otro cuento de mí autoría, hace años atrás
El tren
de los hambrientos
Por El Barón
Rampante
Donde los caminos se trifurcan…
Las cosas son en esencia,
iguales a quienes pertenecen. Los usuarios arriban a la estación como dicta su
rutina. Entre la masa común y corriente -como la estación misma- dos jóvenes
destacan a la vista por su percha. No denotan un estatus más elevado que los separe
significativamente del lugar, no es su ropa, no es su “estilo”, ni la moda, ni
mucho menos el habla, es simplemente su actitud.
Ambos, cogidos
por la mano, se ven sonrientes. Mirando a todos pero concentrados en su plática
caminan erguidos, orgullosos con paso firme por los pasillos del subterráneo como
solo lo hiciera un chauvinista por Les Champs Eliseé en un día de
invierno. No lo saben, pero con esa actitud desafían el código de mediocridad
consensuado por la masa de usuarios. Ese código que se reafirma cuando
caminando por estos mismos pasillos,
hombres y mujeres se ven por una fracción de segundo. La mirada a penas roza la
del otro pero ello basta para confirmar que viajan, unos y otros, con la misma
indiferencia y en la misma calidad, ya sea de miseria, de pobreza o simplemente
de bajeza humana.
Carmen y
Manuel, desconocen este pacto social porque simplemente no les importa, les es
indiferente, no es parte de su vida cotidiana, de su mundo de vida, de su
realidad. Hoy el padre de Manuel ha tomado el Passat, lo que lo obligó a viajar
con Carmen en el subterráneo. Ellos no pertenecen a esta clase baja, pero
tampoco son ricos, más bien pertenecen a una clase media, bien acomodada que
siempre pueden ir de vacaciones a Valle o Tepozotlán cada fin de semestre.
Carmen presumirá el viajar en el subterráneo como una “interesante experiencia
sociológica” con sus amigos de la Facultad de Políticas en alguna platica llena
de buenas intenciones por cambiar al mundo, o en alguna clase donde excelentes
argumentos serán lengua muerta.
Carmen estudia
Sociología sólo por llevarle la contra a su madre, quien deseaba verla convertida
en una excelente abogada, pero a Carmen no le interesa defender nada que no sea
sus caprichos con uñas y dientes. “El mundo debe ser cambiado por los jóvenes,
debe ser revolucionado por ellos, defender lo que nosotros no pudimos” explica
la madre, fracasada activista política que dejó la causa revolucionaria el día
que conoció a su esposo, un hombre 20 años mayor que ella, que le hizo olvidar
al Ché y dejó el “Hasta la Victoria Siempre” por el “Siempre Palacio,
nena.”
Carmen claro que concuerda
con esta idea: ella pretende hacer la revolución con el dinero de papá.
Mientras bajan
las enormes escaleras hacia los andadores del subterráneo, Manuel le recuerda a
Carmen el día que se conocieron. El 03 de enero, Manuel tomaba un café express
en el Starbuck´s de Reforma, justo frente a la embajada de Estados Unidos.
Esperaba allí a “El Lagarto”, a Daniel y a Joss. Esta última fue bautizada como
Josefina por el párroco de la Iglesia de la Providencia, pero Josefina no era
un nombre nice para un chica que se codearía con la cremé de la cremé de la Facultad de Economía. Esa tarde
Manuel llevaba los stickers, los cuales serían sólo distribuidos entre la gente
del contingente. “Debemos pegarlos en cada parabrisas, defensa, árbol o poste
que encontremos a nuestro paso” (Daniel) “No, eso es para nacos, la protesta no
implica dañar cosas que no son nuestras, además ¿Tú crees que sale barato el
papel, Dany?” (Manuel). Ante lo anterior los otros hicieron mutis.
“Ese día
parecías acarreado. Me cagué de risa con eso que gritabas en el altavoz Codo
con codo, hombro con hombro, el pueblo somos todos.” Recordó Carmen. -Ella
había planeado la organización del contingente de Sociología, había negociado
con líderes de las demás carreras el lugar que ocuparían los sociólogos en la
marcha y además había logrado incluirse en la lista de oradores que hablarían
al micrófono-. “Llevabas esa blusa color marrón que te resaltaban las nenas, te
veía bien chiquitababe.” (Manuel) “Ahhh,
si. Ya la tiré, era de un satín muy barato.” (Carmen)
A ambos les gusta destacar
cueste lo que cueste. No importó que Norma haya escrito el discurso que Carmen
dio o que Daniel haya estado en la lista de oradores y no Manuel. Y es que el
que no se ve, no existe.
En el andén
dirección Universidad, un joven. No más de 23 no menos de 19, delgado, bien
parecido, destaca de entre la masa, no por su ropa, su buen ver o su percha
demasiado seria para un joven de su edad. Destaca por su marcada y franca
indiferencia. Contrario a
Manuel y Carmen, Jeromé no se sabe destacado, es más, quisiera que no ser visto
-no porque el mundo le resulte un peso o lo embargue una profunda desconfianza en
sí mismo como suele pensarse- él solo desprecia todo lo que brilla, todo lo que
luce, todo lo que se ve.
Marcuse
engalana las manos de Jeromé y nutre su mente mientras espera el tren. Está
recargado sobre la pared con una mano en el bolsillo izquierdo mientras que con
la derecha sostiene a Marcuse como si fuese una mascota parlante. Por un
momento, a los ojos de la pareja Jeromé no existe, como no existen los demás
porque no destacan. Pero sólo por un momento. Manuel juguetea con Carmen
cariñosamente hasta que logra abrazarla y darle un par de vueltas lo que hace
que los ojos de Carmen se fijen en Jeromé por encima de los hombros de Manuel.
Pero la mascota de papel engomado y encuadernado en 1972, hace que Jeromé no
sienta el peso de una mirada. Jeromé siente que nadie lo ve, porque él no
quiere ver a nadie, y alguien que no quiere ser encontrado, efectivamente no lo
será.
Pero la pareja
brilla tanto que deslumbra y pronto la cabeza de Jeromé girará por un breve
momento hacia ellos. Carmen se ha quedado callada, Manuel la sostiene por los
codos. “¿Qué?” (Manuel) “No me ha visto…”(Carmen) señalando con la cabeza a
Jeromé. Ambos ahora miran al chico, de pronto una sutil ráfaga de interés y de
adrenalina corre por el cuerpo de Carmen. Manuel ha dejado de ver a Jeromé y ve
ahora a Carmen quien aun no ha dejado de verle. Jeromé gira su cabeza por una fracción
de segundo. Una desgracia.
En ese instante
la mirada de los tres se cruza, pero no se comparte el mismo código de los
usuarios de la estación, lo cual los delata y dos o tres personas que cruzan
entre ellos, atienden esta discordancia en el ambiente.
Jeromé retorna
a su lectura, pero la mascota parlante se convertido en un mar de letras
infinitas y sin sentido. Marcuse se ha disuelto anta la realidad. Carmen voltea
a ver a Manuel. “Es extraño ese wey, ¿no?” (Carmen) “Algo. Medio mamón. Es como
si le valiera madres el mundo, es como esos weyes que creen que son bien
chingones y en clase siempre te preguntan: ¿Si me explico?” (Manuel). “Tú dices
lo mismo Manuel, además, no se ve mamón, creo que si la vale madres el mundo,
pero a su manera. ¿A quién no le vale? ¿A poco a ti no te vale?” (Carmen)
Jeromé no ha
podido continuar con su lectura, cierra el libro y mira fijamente hacia
enfrente tratando de recordar que estaba leyendo. Manuel se ha percatado de
ello y Carmen también. Esta vez, ambos en silencio se que quedan mirándole.
¿Será que quiso ser descubierto por ellos? ¿Será que deseó que ellos lo vieran?
Para Jeromé, la mirada es como carta de presentación…al menos la suya sólo
sería para aquellos, quienes a su juicio, la merecen. No una vieja gorda con
bolsas y niños apartando los asientos antes de que el subterráneo apenas abra
sus puertas o a los estúpidos viejos o minusválidos que aprovechan su calidad
para obtener ciertos beneficios, menos aún para la estúpida pareja de
enamoradizos que alguna vez viene frente a ti, dándose arrumacos innecesarios.
Pero tampoco sería para el par de soberbios pequeños burgueses que ahora le
están mirando.
Jeromé contesta
la mirada y un río de nervios le recorre desde la cien hasta los tobillos. “Te
gusta.” (Manuel) “No, digas estupideces, no empieces a chingar.” (Carmen).
Carmen se voltea cabizbaja, un remolino de pensamiento le azotan ahora. No le
importó que Manuel supiera que el joven le había gustado, sino que la ha
descubierto. Hasta ese entonces Manuel era perfecto porque nunca se había
avocado en descubrir que es lo que Carmen quiere o guarda, al menos eso es lo
que ella percibía.
A Carmen no le
importa ser entendida sino respetada. Se propone que nadie, nunca sepa que es lo
que quiere, que es lo que ansía, de esa forma era libre de no dar explicaciones
a nadie, no crea con ello ataduras de afecto, inclusive con su madre, su padre
o sus amigas. El hambre de Carmen es no sentirse atada a lo demás, ser impredecible,
lo que para ella significa libre.
En sus
adentros, Manuel dibujó una sonrisa. Encontrar lo que un ser impredecible puede
desear es tan difícil como encontrar lo que un insensible puede llegar a decir
en momentos cruciales. Manuel es de esta fauna. Se alegra no por Carmen, sino
por él. Que Carmen se sienta atraída por alguien mas es lo menos, él la había
descubierto. Aquello que había tratado lograr y de hacerle ver, lo había
logrado en las entrañas de la ciudad. Allí, entre los menos, a lo que Manuel
alcanzo a decir en voz alta para sí: “La magia de los menos.”
Jeromé escucho
esto y no pudo no sentirse aludido. ¿Era un descalificativo? ¿Una evaluación
pequeño burguesa sobre su condición? En lo absoluto, Manuel no lo califica
personalmente, califica el entorno, su ambiente. Sin embargo, esto solo lo
sabe él y sin saberlo ha empujado a Carmen en una perfecta sincronización
ideática con Jeromé.
Carmen ve por un instante con
desagrado a Manuel, lo que a este le extraña pues considera que se ha dado a
entender perfectamente. Jeromé decide hacer caso omiso al comentario y recurre
a su ejercicio anterior. Pronto la mirada de ambos, de nuevo sobre él. Voltea y
nota algo distinto: ambos le sonríen con timidez. Las razones son distintas,
mientas Manuel intenta disculparse, pues ha comprendido lo que pudo causar con
su pensamiento en voz alta, Carmen planea ligarse al chico en la narices de
Manuel. No por venganza, pues considera que Manuel firmó su carta de despedida
en el momento que se atrevió a descubrirla, a dejarla expuesta. Jeromé confirma
que, paradójicamente estos dos hijos
de papi, son los indicados para dejarse encontrar.
El viento que usualmente sirve de
avanzada anunciado el próximo arribo del tren, golpea la cara de Manuel
revolviéndole el pelo. En ese instante, como si un halo de luz le llegase de
las entrañas de la tierra le hace Carmen comprenda que no pude despachar a
Manuel tan livianamente. Tiene que dolerle, como a ella le dolió. “Quiero coger
con él” (Carmen) “¿Qué? ¡Estas pendeja! ¿Cómo se te ocurre? Eres mal pedo.”
(Manuel) “Lo estoy diciendo en serio, ese wey me pasa con o sin ti y sólo te lo
estoy anunciando.” (Carmen) “Carmen, yo debería ser quien se enoje aquí. No me
ha importado que ese tipo te guste, pero hay una distancia muy grande en que te
guste y otra…” (Manuel) “¿En que quiera acostarme con él? No, para mí ya no es
diferencia, ya terminamos.”
Cruzó por la
mente de Manuel una sola y fuerte idea en forma de pregunta. ¿Qué es lo que
quería de Carmen y porqué ella? Y entendió. Manuel tiene hambruna por Carmen,
tiene hambre por una complicidad. Sí, para Manuel, Carmen era todo lo que hasta
en ese entonces había podido entender y vivir como amor. Para Manuel, amor es
compartir. Manuel quería ser cómplice de lo que Carme odia, de lo que anhela,
de lo que es. Manuel quiere que Carmen lo ame como ama todo lo que desea.
Manuel entiende amor como querer todo lo que Carmen quiere.
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(Manuel) ¡No, mames! ¿Qué? (Carmen). Llega el tren, pero aún no llega hasta
donde ellos. Manuel en un movimiento rápido se acerca a Jeromé. ¡Hola! Mi novia
y yo hemos notado que te gusta Marcuse y nos preguntábamos que si tienes algo
de tiempo y si no te importa, podríamos platicar un poco sobre ello. Ambos
vamos a la Universidad y la neta pocos leen a Marcuse. ¿Qué dices? (Manuel)
ehhh, quizá, bueno la verdad esto es raro… pero si quieren. (Jeromé, no dejando
la indeferencia ante todo, que lo caracteriza, accede más como haciendo un
favor).
Las puertas del
vagón DM-3347 se abren ante los tres. Dentro, Carmen llena de nervios y con una
mirada fugaz de odio, pregunta al aire ¿Y a dónde iremos? Al Lobo Estepario.
(Manuel) Jeromé, quien se ha dado cuenta de la tensión entre los tres, propone,
por primera vez en su vida, introducirse por si mismo ante dos extraños. Soy
Jeromé, el Lobo Estepario
me parece aburrido… al Río Plata iremos ¿Les parece? Bueno, ya lo has decidido…
(Carmen) ¿Y ustedes tienen algún nombre o le llamo como me plazca? (Jeromé)
Jajajajaja, lo siento. Yo soy Manuel y ella es mi novia Carmen. (Manuel)
Jeromé más que
hambriento por amar, tiene sed y bebe hasta que siente que alcohol le quema las
ganas. Es un paria del universo del afecto humano, pues en su afán de amar sin complejidades
y con entrega, aleja. Amar por amar es atrofiar elsentido del amor, aunque el sentimiento prevalezca.
En el Río
Plata, Marcuse se olvida a los pocos minutos, y poco a poco los temas propios
de universitarios llenan la mesa, destapan las cervezas, prenden los
interminables cigarrillos. La guerra como manifestación de incivilidad humana,
la democracia como paradigma posmoderno, la política vista en su falta de
inclusión y diálogo, el papel del universitario en el mundo como yelmo comprado
gratuitamente, las películas como relatos del mundo, los libros como memoria,
el alcohol como bendición, el sexo como pasión, el amor como proceso de
apendejamiento lento pero gozoso, pero sobre todo, se discuten de la libertad y
del hambre, la primera como catalizador desconocido y la segunda, que lo motiva
todo.
El reloj avanza
como su naturaleza dicta, y los tres sin tocarse, sin hablar, sin preguntarse,
han entendido a la perfección la dinámica de la noche. Manuel pide la cuenta.
Carmen va al baño y Jeromé no dice nada, sus ojos se centran la botella de su
cerveza. Manuel lo observa y piensa por primera vez, después de cinco horas,
que en breve alguno de los dos estará encima del otro, a petición de Carmen o
exigencia de sus propios deseos. Carmen les observa desde la ventanilla del
baño. Manuel se pregunta, por salud mental, si está dispuesto realmente a tocar
al tipo que frente a él se asume socialdemócrata. Sus ojos entonces buscan a
Carmen y se dirigen hacia la puerta del baño. Ella está ahí, observándoles cual
vouyerista en su primera experiencia: morbosa, excitada, pero temerosa, no de
ellos, de sí misma. ¿A dónde la piensa orillar Manuel, a dónde Jeromé? ¿Es una puta? ¿Ella empezó esto, quien
empezó, importa ahora que todos han sellado el pacto con el unísono “ya vámonos”?
Manuel la ve y
cree ver una mirada de petición detrás del vidrio, cree que Carmen le reta,
pero ha comprendido el porqué de esta empresa. Para Manuel, con esa mirada,
Carmen le esta confiando sus deseos, lo ha hecho su cómplice. Y sí, cualquier
cosa, hasta cojerse a un pendejo socialdemócrata deprimido con tal de lo que
logre con Carmen sea eterna. Detrás del vidrio, a Carmen la embarga una inmensa
incertidumbre y en intenso miedo que la hace mear tres veces y no sabe cómo
parar. Jeromé, frente al vidrio oscuro de su cerveza, también se pregunta. ¿Por
qué él? ¿Qué seguirá? ¿Puede haber amor en algo así? Se pregunta por las
consecuencias sin haber hecho nada aún. Tocarlo a él, tocarla a ella ¿En que lo
convierte? ¿Un homosexual
bastante puto, un bisexual no asumido, o un heterosexual muy pendejo? A Jeromé
cuando el manjar se le pone enfrente, no come, pero tampoco deja comer, y se
queda solo. Eso es él.
El edifico
dicta 532 en la entrada, el departamento, el seis. En la esquina un súper 24
horas. Esperen un momento. (Carmen) Condones,
lubricante y píldoras del día después. No quiere a cometer una estupidez más.
Suben, Manuel abre su departamento. ¿Qué quieren escuchar? (Manuel) Y in decir
más Cést Si Bon se escucha en estero en la magnífica
voz de Eartha Kitt.
Jeromé sin
preguntar si puede abre un vino tinto Marqués de Cáceres. Sirve tres copas, la suya
hasta el tope. “Calma, mi hermano, no son carreras”. (Manuel) Platican un poco
sobre esto y aquello, pasa una hora y después, lo inevitable. La cama de Manuel
ha quedado manchada de los tres, con el olor de los tres. Después de tres
horas, los tres, ocupando todo el King Size, inmersos en su mundo, escuchan Assedic en la voz de Les Escross, Manuel
recostado en su costado derecho mirando su ventana, sonríe. Cree ha triunfado.
Carmen, en
medio, se siente ultrajadora de tumbas, de la suya y de la de ellos. Jeromé,
recostado en su lado izquierdo, mirando fijamente la puerta del dormitorio,
ansia escapar, sabe que no habrá nada más pues así se lo ha propuesto y en
silencio se pone a llorar. Orfeo hace lo suyo y sumerge a los tres en un
profundo sueño. Al amanecer, Jeromé no está. Ni una nota, ni un adiós, se
desvanece en la nada como los mejores amantes.
Esto por supuesto a Manuel no le
importa y al contrario lo agradece. No esperaba ver la cara a aquel a quien en
la noche anterior le compartió alcohol, cama, cuerpo y novia. Carmen, se baña,
Manuel le prepara pan francés. “¿Cómo estás nena?” (Manuel) “Sucia y pendeja”
(Carmen) y sale del departamento.
I´ve got a crush on you …
Después de tres meses de no
verle, Carmen busca a Manuel. Él se ha mudado del 532 y del piso seis. Un mes
para cada quien y tres serían las veces que volvería a la estación, buscando
encontrar quizá a alguno de los dos. Manuel ha dejado la ciudad. Cuando Carmen
salió del departamento, Manuel entendió el enorme egoísmo que anidaba en ella.
La primera vez que la volvió a ver fue en una fiesta de la Facultad de Química
y hablaron por largo tiempo. Carmen le explicó que entendía el porqué de
aquella noche, el porqué de Jeromé, pero a Manuel eso ya no le importaba.
“Neta wey, que
la felicidad no es estar con alguien más. Me enseñaste a amar, Carmen, pero no
puedo hacer feliz a quien no quiere serlo más que consigo misma. Ambos jodimos
a Jeromé, nos jodimos todos.” (Manuel) Y se fue. Un 15 de septiembre, Carmen
organizó una reunión de amistades en su casa, por supuesto estuvo Manuel con
Camila, su nueva novia. Segunda vez y le rompió las esperanzas. Graduación de
Manuel, todo un ecónomo, fiesta en casa de los padres de Manuel. “¿Sabes algo
de Jeromé?” (Carmen) “O sea no, eso fue equis.” Y Carmen jamás lo volvió a
ver.
Años después Carmen entendió que
Manuel era la persona perfecta para abrirse, para ser descubierta, donde ser
predecible no implicaba intromisión o invasión. Sino complicidad. Años después
Carmen se casaría con alguien a quien su mundo le era indiferente.
Carmen vería por segunda y última vez
a Jeromé. Acompañaba a su madre por el centro de la ciudad. “Quiero un cafecito
de Los Azulejos.”(La madre) Dentro del lugar estaba Jeromé como siempre con un
libro en mano, siempre bien parecido, siempre indiferente.
Como si le hubiesen
gritado, volteó hacia la entrada. Sus miradas se cruzaron por largo tiempo,
hasta que a ambas mujeres les asignaron mesa. Jeromé. Suspendido en el tiempo,
recreó una vez más, como lo
hacía desde aquella noche, los olores, los movimientos, las caricias, las
ganas. “Debo saludar a un amigo, mamá.” (Carmen)
Carmen hizo una pausa antes de
acercarse a la mesa de Jeromé, subió al baño para darse fuerzas y enfrentar el
pasado. Con los dedos le hizo una señal de espera y le envió una sonrisa. Él
contesto con la misma sonrisa, la cual sostuvo hasta que sus miradas dejaron de
verse.
Al regresar, Jeromé no estaba, en su
lugar, una nota en la servilleta:
Hola Carmen. Veo que estas bien. Aquella
mañana me fui esperando que contestaran mi nota. Tres veces volví a la estación
y tres veces huí de ahí. Jamás regrese, ni pienso hacerlo. En ese tren, subió
alguien que exigía del amor más de lo que el amor puede dar.
Esa noche me enamoré por primera y quizá,
única vez. Verte ahora, comprenderás, no es algo fácil de asimilar. Es
remembrar lo perdido y peor aún, lo que nunca se tuvo. Espero haber saciado su
hambre, la mía de amor, la tuya de hermetismo, la de Manuel de complicidad. En
ese tren se subieron tres hambrientos y en la gran comilona terminaron enfermos.
Ojalá ustedes, que yo no encuentro remedio
para ello.
Les llevó en mi memoria siempre.
Jeromé.
Aquella mañana Manuel
encontró la nota sobre el sofá, la leyó y destruyó antes de que Carmen pudiese
leerla. Para Manuel, la nota lo llevaría por un camino que no podía seguir y no
estaba dispuesto a que Carmen o él la siguieran. Mientras que Manuel lo dio
todo al olvido, Jeromé lo conservó todo en el recuerdo y Carmen dejó todo en la
nada.
I´ve got a
crush on you en la estupenda voz de Steve Tyrell se escucha en el restaurante,
mientras Carmen sale corriendo por los pasillos de la Casa de lo Azulejos hacia
avenida Madero. Busca Jeromé con la mirada y lo ve a lo lejos, dejándolo
perderse entre la muchedumbre.
Fue un acto
piadoso.
El Barón
Rampante
(Óscar G. Martínez)
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